HOMOS RITUALIS
El tiempo transcurría y el doctor Boilés continuaba su Conferencia Magistral titulada, El predicamento del hombre y el sonido de la muerte. Su discurso, sugerente y enigmático, pausado y eterno. La disertación pareciera interminable; “Hoy, el Yo, en realidad ya no existe, -continuaba el conferenciante con voz casi inaudible y aguardentosa-, Ese Yo, es un reflejo prismático de un nosotros engañoso, que confunde lo social solidario, con lo masivo sectario en el que su libertad no va más allá de poder elegir la marca de teléfono móvil o el color de su auto. El hombre hasta ahora había tenido una herencia evolutiva común, sin embargo, el avance científico irrumpió este proceso natural y surgió una nueva disección de habitantes en el mundo, los nativos inmigrados y los otros, los nativos digitales que tienen como paradigma rector la comunicación digital. Los primeros carecemos de un componente transgénico virtual que para los segundos es esencial en su cultura. Por su parte, la generación que emigró del pasado al presente, posee la magia del mito y la música, elementos culturales en los que anidan y transitan enigmas a través de sus estructuras. Sin embargo, a pesar de las diferencias que dibujan la línea entre una y otra generación, hay puntos en los que convergen, en un no lugar virtual y un más allá mítico, ya que la virtualidad y el mito trascienden en el aparato nervioso central experiencias que imbrican los tiempos verbales en uno solo, es decir; un No-tiempo, a la vez que atraviesan el umbral del espacio hacia un No-lugar. Dimensión que va de la vida a la muerte y de la muerte a la vida.” -Finalmente después de tres largas horas, la conferencia habría terminado hasta que el doctor Boilés contestara una ráfaga de preguntas con gran paciencia y elocuencia, una a una-.
El doctor Boilés, a quien hacía tiempo no veía, sólo nos comunicábamos a la antigüita para ponernos al corriente, esa noche se mostraba lejano en su disertación, ajeno al contexto, como si lo que pronunciaba no lo dijera él, algo así como un médium. Bolilés fue un antropólogo respetable y a la vez un referente en la etnomusicología. Había sido mi tutor en el seminario sobre la música Chontal en el que años atrás participé. Nos conocimos bien y llegamos a ser buenos amigos. De complexión delgada como carrizo, a pesar de su refinamiento y buen comer y beber sin alejarse de la frugalidad. De ojos hundidos, irritados y llorosos, tal vez por el humo del tabaco de su pipa que siempre llevaba, o por las interminables noches que pasaba en vela dilucidando sus tesis sobre mitos recogidos y haciendo transcripciones de melodías remotas obtenidas en una de sus tantas investigaciones. Demasiado sentimental y de trato sencillo, humildemente sabio y profundamente conocedor de la cultura mexicana.
Esa noche, durante la conferencia, en un estado cercano a lo picnolépsico, hundido en el aposento del auditorio del museo de Jalapa, recordé aquella ocasión en la que el doctor nos presentó el Silbato de la Muerte, intrigante y enigmático instrumento sonoro, que él personalmente descubrió y realizó los trabajos de museografía. Una vez catalogado por el Instituto de Antropología se le bautizo como Ehécachichtli.
En aquel día, sentados en el piso frente a la vitrina de la sala del museo donde se encontraba en exhibición instrumento mencionado, el doctor, abrió la caja con tapa de cristal y nos mostró el silbato, uno a uno lo tuvimos en nuestras manos, yo me quedé con él contemplando sus características, mientras que el doctor, con lágrimas y voz quebrantada nos reveló su misteriosa experiencia. De la que enseguida doy cuenta, atendiendo la recomendación que Baltasar Gracián nos hace en el Oráculo manual y arte de prudencia, cuando dice; “Y aun lo malo, si poco, no tan malo”, -naturalmente, sin perder la esencia fundamental de tal vivencia-:
-Boilés comenzó su narración-. Al bajar del autobús que me llevó hasta aquel pueblo, Cholo José ya me esperaba, un contacto lugareño con el que Tom, un gran colega, me recomendó. Fue su informante y guía durante una investigación que realizó años atrás sobre la música ritual usada en misas negras, mismas que practican hasta la fecha los nativos, bajo la guía del brujo conocido como, el Cuate Chagala.
Cholo José, arcano y discreto como búho, además, atento, respetuoso y amble, siempre con su pantalón de pechera y huaraches de tiras de cuero de puerco y suela reforzada de baqueta, con paliacate rojo al cuello y por supuesto, siempre llevaba sombrero de paja con ala ancha, viejo y arrugado. Me saludó apretando fuertemente mi mano. Me hospedé en su casa y durante el trayecto a ella, y lo que restaba del día, tomando un buen trago de aguardiente de pura caña con café, establecimos el plan y los términos bajo los que trabajaríamos en la investigación.
Al día siguiente, en el primer despunte del sol, tomé la grabadora portátil de carrete, la cámara, mi bitácora de campo y partimos enseguida hacia la ranchería del Yaca. En esa comunidad se sabía del mito y del silbato de la muerte. Sus habitantes son un grupo étnico de origen africano, que arribaron a la costa del golfo durante la conquista española y se mezclaron con los nativos descendientes de los Olmecas, ahora conocidos como los Yokot’anob.
Después de una hora de camino, llegamos a una pequeña aldea compuesta de unas cuantas chozas, construidas de lodo y ramajes de palmera. Organizadas en semicírculo y una, la más grande, al centro. De los techos, exhalaba humo con olor a leña de mangle, café y maíz en comal. El aullido de pequeños perros enclenques, anunció nuestro arribo y algunos niños descalzos casi desnudos, se acercaron curiosos pero desconfiados para vernos. Desde las puertas angostas de las entradas a las chozas, algunas personas mayores vigilaban sigilosos nuestros pasos y en penumbras apenas se distinguían sus rostros.
Cholo José me condujo directamente a la choza del centro, permanecimos uno minutos parados frente a la puerta, que me pareció una eternidad, solos y sin que nadie nos recibiera, finalmente salió un hombre de pelo largo con rastas desordenadas y escabrosas cubierto con una cobija negra que arrastraba por el lodo del piso, era el gran <Hamatinis> de la comunidad, es decir: el chamán, el hombre sabio, el brujo, el maestro y el curandero. Hermético de mirada profunda y misterioso como el cuervo. Receloso y reservado, sin que mediara palabra alguna, nos señaló con la cabeza, la orden para que ingresáramos a la choza, y no dudamos en hacerlo. Al entrar, en primer término a manera de altar, tenía cráneos de mono, un cáliz y una imagen de la Virgen de la Asunción, llamada por él, Ix Bolom, lo que evidencia el sincretismo en su cultura. La atmósfera era lúgubre, con olor a copal, no obstante la enorme cantidad de candelillas y sirios blancos y negros que yacían por todas partes. El Hamatinis me miró fijamente y soltó sus primeras palabras, ´ya era hora que llegara, lo he estado esperando por mucho tiempo, Ix Bolom dueña del mar, me ha anunciado su presencia´. Ciertamente como antropólogo, no me extrañan situaciones de esa naturaleza, pero esta vez me quedé perplejo. ¡Cómo que me esperaba, sin que mediara entre él y yo ningún antecedente! Continuó el Hamatinis, ´lo que usted busca, está frente a esta choza, allá lejos, en las faldas del Cerro del Mono, pero hasta el primer viernes de marzo a la media noche, lo podrá obtener´.
Durante los días que faltaban para esa fecha, entrevisté un buen número de personas originales del lugar de diversas edades, sexo y ocupación, íbamos y veníamos diario a Yaca, hecho que me permitió adentrarme y conocer detalles y versiones sobre el rol del silbato de la muerte en el mito/rito. Con la información que recogí, armé una primera interpretación y análisis del mito.
La gran mayoría de mis entrevistas coinciden que cada viernes primero durante el invierno, los Yokot’anob efectúan un ceremonial que consiste en la caza de monos en el cerro del mismo nombre. Previamente preparan una trampa con un coco con dos agujeros, por uno de ellos introducen una cuerda con nudo grueso en un extremo para que se atore, el otro lo conectan en un árbol, quedando el segundo agujero libre pero de un tamaño exactamente en el que sólo quepa la mano de un mono de forma extendida, no empuñada. Por la tarde de ese día, colocan la trampa con diversas semillas como cebo en el interior de cada coco/trampa. A la media noche, proveniente de lo alto del monte, se escucha el sonar del silbato de la muerte, de tal intensidad que penetra taladrando los tímpanos, entrando por un oído y saliendo por otro. Nadie ha visto ciertamente quién lo hace sonar, pero sí se sabe y se supone que es Ix Bolom o el propio Ehécatl anunciando el inicio y autorización de la caza, pues si alguien osa de cazar sin el permiso de Ix Bolom, y fuera de ese día y hora, es profanación grave de consecuencias trágicas para la familia y el transgresor por el resto de sus vidas y aún en el más allá. Algunos monos, se retiran de las trampas al escuchar el silbato sacando la mano vacía, pues solo de esa manera pueden salvarse, soltando las semillas para poder huir. Otros, eligen mantener la mano cerrada sin soltar las semillas, a ellos, los Yokot’anob, les golpean con un mazo en el cráneo, e instantáneamente mueren. Así, los recogen y llevan a sus chozas para continuar el rito. Algunos monos mueren con el puño cerrado con mano agarrotada y es necesario amputarles la mano para poder llevarlos. Los destazan en pequeños trozos para que toda la comunidad pueda comer su carne y beber su sangre, bajo una ceremonia guiada por el Chamán. De esa manera se realiza la transustanciación y los mitantes reciben los beneficios de Ix Bolom y Ehécatl. En el rito, los feligreses, consideran que no es un sacrificio, sino un auto-sacrificio, ya que los monos, a su consideración, tienen libre albedrío, y pueden elegir la opción entre soltar o no las semillas.
Durante el rito, yo permanecí junto al Hamatinis, tal y cual como él me lo indicó. El sacerdote era el único que amputaba la mano de los monos que no soltaban las semillas. Esa noche, un solo caso se presentó bajo esas circunstancias y hubo que amputar. Era un mono enorme. El chamán me dio el machete para que yo realizara el corte, cuando lance el golpe fallé el tino y partí el coco/trampa en dos, mi sorpresa fue aterradora, el mono en su mano, empuñaba el silbato de la muerte, -sí, el mismo Ehecachichtl que tú tienes en tus manos- me dijo en el museo el doctor Boilés quien prosiguió su narración-. -Ahí lo tienes-, me señaló el maestro sacerdote, -se cumplió el presagio, es el mono alfa, y lo trajo a ti para que lo lleves con los tuyos, así está escrito por Ehécatl-.
Los fuertes aplausos que en el auditorio los asistentes brindaron al doctor Boilés, cuando se dio por terminada la conferencia, me regresó de mi estado picnolépsico, al auditorio del museo. Me reincorporé y esperé en las escalinatas del estrado para felicitar y saludar a mi amigo y profesor por su interesante conferencia. Cuando lo abracé, me preguntó: -¿Usted soltó las semillas?
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